Y de pronto llegó a mi una dulce y pequeña luz. Titilando entre la penumbra y el frío que me rodeaba. Que me comía.
La luz, pese a su tamaño, emanaba una calidez exquisita, haciendo vibrar mi alma. Sentí bailar de alegría mi corazón retumbando en mis oídos, mis dedos, cada parte de mi volvía a la vida.
Vida.
Por fin entendía lo que significaba.
Era atesorar lo que hacías. Lo que no era sólo una existencia vana, sino con amor y pasiones.
La luz comenzó a abrirse paso entre la putrefacción y mis demoníacas figuras y la muerte quiso acallarla con su grandeza, aquella hoz fulgió ante la pequeña luz...
... Mi corazón se hundió en el terror, por fin había calidez y sería devorada, al igual que yo lo fui, por esas perturbadoras figuras.
Pero había algo distinto en mi... Era una sensación armoniosa, fluia con vividez y placer. De ipso facto, tanto como permitía fluir en mí colores y melodías, letras y pasiones... La luz dejaba de ser pequeña y frágil. Esta comenzó a arder como una estrella, el calor se encendía más y yo creía más en la luz...
Pero entonces me di cuenta que no era la luz en quién debía creer, debía creer en mí. En mí fuerza y mi grandeza. Era yo la que debía terminar con aquellas cadenas que me ataban a mi propia inseguridad, mis miedos y cobardía...
...
La luz y calidez me envolvió y entonces era yo quién emanaba aquella magia. La oscuridad y la soledad se disiparon...
Una nueva tierra llena de amor se abrió ante mis ojos y entonces era yo quién imponía el nuevo camino que se abría ante mí, que ya no era llano o solitario. Existían colores, melodías, valor, amor, esperanza...
Yo, quien me había menospreciado la mayor parte de mi vida, por fin comprendía que mi más grande error había sido dejar de creer en mí...
Si quería tentar las orillas del camino... No importaba porque esta vez era yo misma.